25 de noviembre de 2011

Si no sangra, no es herida.

-Si quieres aprender a mentir, tienes que creerte tus propias mentiras.
-¿Y cómo haces para no confundir lo que es cierto y lo que
no?
-No hay cómo saber- dijo Matías y puso mi mano con el cuchillo sobre su rodilla.
El frío de las baldosas contra mis piernas. Un helado de naranja se derretía en mi mano, goteaba por mi codo hasta mi vestido blanco que lo absorbía como algodón. El sol del medio día entraba por la ventana pero no llegaba bajo la mesa. A través del mantel que caía hasta el suelo podía ver a Matías sentado en el mesón de la cocina, con los pies colgando y su rodilla rota. Nuestra madre limpiaba la herida, metía su pierna bajo el chorro de agua y limpiaba la sangre. Matías no lloró. Me miró entre el bordado de flores que me escondía y sonrió mientras tomaba mi helado, sabor a verano. Yo lo hice, fue mi culpa. ¡Más fuerte! me gritó. Lo enterré más fuerte, Matías abrió la boca pero no gritó. Mamá puso un parche sobre el corte en la rodilla y besó su frente. Sus pies avanzaron por las baldosas hasta que desaparecieron por la puerta. El mesón quedó vacío, Matías ya no estaba. Ella tampoco.
¿Qué pasó? Nos preguntó ella más temprano esa mañana en el jardín. Matías en el suelo, afirmando su rodilla entre sus manos con los ojos llorosos me miró y esperó en silencio a que dijera algo. Era mi turno. Tienes que aprender a mentir, es importante, me decía siempre. Se cayó y se enterró eso en la pierna, dije apuntando a un rastrillo que ella usaba para jardinear. Es tu culpa, por dejar las cosas tiradas, le dije seria, mirándola a los ojos. Ni siquiera pestañé. Apretó los labios y respiró profundo. La culpa fue tanta que nos regaló helados a los dos, antes del almuerzo.
Mientras disfrutaba de mi soledad bajo la mesa de la cocina y recordaba mi mentira una gota fría cayó sobre mi muslo. Metí el resto del helado a mi boca. Todo se congeló. Me dolían los dientes, la lengua, el paladar. Lo iba a escupir sobre la palma de mi mano cuando Matías me tapó la boca con la suya. Nos miramos fijo mientras el frío quemaba. Sentí mis ojos llenarse de lágrimas aunque no quería llorar. Si no duele no existe, susurró mientras apoyaba su frente contra la mía. La punta de su nariz contra la mía. Aguanté y esperé a que se deshiciera en mi boca. Puse la mano en su rodilla y apreté su herida. Más fuerte, susurró. Nuestra madre volvió a la cocina y puso algo en una olla con agua hirviendo. Vimos sus pies rodear la mesa, sacó cosas del refrigerador. Se sentó a la mesa y picó verduras. Escuchamos el sonido seco del cuchillo chocar contra la tabla de madera sobre nuestras cabezas. Las pestañas de Matías me hicieron cosquillas. Un perro ladró afuera. El agua hirvió y la tapa de la olla comenzó a vibrar. Finalmente el helado se deshizo y bajó por mi garganta. Tragué con fuerza y liberé su rodilla. Él quitó su mano de mi boca. Nos reímos sin hacer ruido. Matías pasó su lengua sobre la gota de helado que había caído en mi pierna. Algunas veces lamíamos nuestras heridas, otras veces eran cosas más dulces.